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Volver a empezar

Julio 30, 2020 773

Tenían veinte años, era una pareja de novios muy enamorados. Ella, una hermosa mujer, delgada, cabellos largos y ondulados, ojos grandes, vivaces, labios perfectos. Él, corpulento, fuerte, atlético, protector, varonil, trabajador. Vivían muy cerca y se veían con mucha frecuencia.

Al tiempo, la madre del joven enviudó, y se mudó con su hijo a la casa de su hermana, que también era viuda y tenía un taller de costura. De un día para otro, se sintieron muy lejos. A cada uno le faltaba la mitad de su ser. No se veían. Hablaban por teléfono, pero no era igual que darse un beso. Estaban muy lejanos. Se escribían una vez por semana, luego cada dos semanas, una vez por mes. Al año todo había quedado en el recuerdo y sentían que no tenían un presente, sólo el pasado, lo que había sido alguna vez.

Pasaron muchos años sin verse ni escribirse, casi cuarenta años. Él se había casado y separado, tenía una hija que estaba en pareja. Ella había tenido varios pretendientes, pero no había formalizado con ninguno de ellos.

Un día, en una exposición de artesanías, ella estaba mirando unas cerámicas que estaban sobre una mesa. Él la vio de frente, desde el lado opuesto de la mesa, tenía la cabeza baja, no obstante, se sintió atraído, sin saber por qué y continuó observándola. Ella, en varias oportunidades levantó la mirada sin reparar en él. Fue bordeando la mesa hasta que quedó a su lado. Él creyó reconocerla y suavemente le tomó un brazo. Ella lo miró sorprendida, muy seria, sin moverse. Lentamente su expresión fue cambiando hasta transformarse en una sonrisa placentera. ¡Después de tanto tiempo se habían reencontrado! Fue algo milagroso, fantástico. Casi no hablaron. Él le propuso volverse a ver en un lugar más tranquilo donde pudieran hablar de lo mucho que habían compartido y soñado en la juventud. Ella le contó que tenía un negocio, que normalmente cerraba a las 20hs. Él le prometió pasar a esa hora. Caminaron juntos un buen rato por la exposición y luego se despidieron. En todo el viaje de regreso a su casa, él pensó en ese reencuentro y en esa persona tan cambiada, casi irreconocible, pero con la mirada que sólo podía ser de ella, vivaz, alegre.

No podía pensar en otra cosa, no sabía por qué, pero no podía desprenderse de su imagen y los recuerdos del pasado. Pensó que lo mejor sería verla lo antes posible. Se acostó y se levantó pensando en ella. No entendía el porqué de esa idea fija. La mujer no tenía mayor atractivo, estaba excedida de peso, canosa, llena de arrugas, ojerosa, era una mujer mayor como tantas otras, como muchas.

En la tarde del día siguiente se preparó para el encuentro. Luego de bañarse se paró frente al espejo para afeitarse y vio su figura, estaba calvo y canoso, diez quilos de más concentrados en su cintura, las piernas y las manos llenas de pequitas y venas hinchadas, papada, ojeras. Cerró los ojos para no verse más. No quedaba nada de aquel muchacho de veinte años. Se vio en la foto de graduación, era otra persona. Se quedó pensando en la mujer, pensó en él y en ella. Supuso que no habrían cambiado solamente en lo físico, también su cabeza y su corazón serían muy distintos.

Fue la cita con la mente en blanco, mientras caminaba, pensaba a donde podía invitarla. De joven le gustaba andar en bicicleta, correr por Palermo, ir a bailar y tomar algunos tragos. Pero nada de eso sería oportuno proponerlo, después de tantos años, seguramente hoy le gustaría hacer otras cosas más acordes a su edad.

Cuando, a las 20hs. la vio salir del negocio, se aproximó a ella, se miraron en silencio y él le tendió la mano diciéndole: “mucho gusto en conocerla, mi nombre es Gustavo”, Ella le contestó con una sonrisa: “igualmente, mi nombre es Irma”.

 

PD: Esta historia me recuerda el planteo de un filósofo griego que se preguntaba: “si todos los días le cambio una tabla a mi barco, y con la que le saco, voy armando otro barco, cuando le haya cambiado todas las tablas, ¿cuál de los dos será mi barco?”

Arq. Eduardo Cavallaro

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