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Él estaba próximo a cumplir los 65 años de edad. Era viudo, tenía tres hijos y dos nietos. Vivía sólo y aburrido todo el tiempo, excepto, cuando iban a su casa los nietos o hijos.
Estaba jubilado y para entretenerse, casi todas las tardes salía a caminar por el centro del barrio. Recorría las calles comerciales y veía que algunas personas paseaban como él, y otras andaban muy rápido, seguramente para llegar a sus casas lo antes posible.
En una oportunidad, vio a una mujer que salía de un negocio, tendría su misma edad. Ella no tuvo problema en mirarlo, no desvió la mirada como generalmente hacen en esos casos, él se dio cuenta y comenzó a caminar a su lado, ella estaba complacida. Conversaron mientras caminaban y cuando ella llegó a la parada de colectivos, él se apresuró a pedirle una cita. Ella accedió, y se volvieron a encontrar para caminar, tomar un café o gaseosa y, como es natural a esa edad, para hablar de los hijos y nietos. Ella era divorciada, tenía dos hijas, una vivía cerca de su casa, no tenía hijos y la otra, muy lejos, en la provincia de Misiones, tenía tres hijos, dos nenas y un nene, el más grande de 5 años. Además de hablar de la familia de cada uno de ellos, también comentaban temas de actualidad.
En una oportunidad, ella le preguntó que pensaba él de esa relación que ellos tenían. Él no dudó un instante y le dijo que, si tuviesen 25 o 30 años, desearía que fuesen novios para casarse, formar una familia, tener hijos, viajar, tener una casita con jardín y finalmente terminar jugando con los nietos. Pero no tenían esa edad y ya tenían nietos, o sea que poco les quedaba para planear, estar un rato juntos todos los días, darse besos, caricias y cariños, todos los que quisieran, y apoyarse en lo que necesitaran. Ella lo miró con una sonrisa de aprobación.
Un día él pensó en hacerle un regalo. Una prenda de vestir era algo muy personal, y no sabía que le podía gustar o quedar bien, una alhaja era muy material, deseaba que fuese más “espiritual”, concluyó que lo mejor sería un ramo de flores, que seguramente le iba a encantar. En el siguiente encuentro, él le entregó un hermoso ramo, ella se lo agradeció con un abrazo quedando el ramo entre el pecho de ambos. Ella tenía en su cara dos gruesas lágrimas que recorrían sus mejillas. Él le aclaró que el motivo era que, en ese día cumplían cuatro meses que se conocían. Secándose las lágrimas, agradeció el presente y dijo que ella también tenía un “regalo”, pero que no era lindo, todo lo contrario, por eso lloraba.
Le contó que a la hija que vivía en Misiones, le habían ofrecido un trabajo muy interesante y muy bien pago, pero sin horario, tendría que trabajar todo lo que fuese necesario, 6, 8, 10 horas diarias o más. Contrataría a una persona para que le ayude con las tareas del hogar, pero que necesitaba a la madre para que estuviese presente, cuidando a los niños y supervisando todo lo que se hacía en la casa. No sabía si este trabajo que le habían ofrecido a la hija, sería por algunos meses o años.
Él la miraba muy serio y triste. Por un momento, ella pensó que estaría enojado. Pero muy pronto cambió el semblante y en sus labios se dibujó una tibia sonrisa. El enojo podía entenderlo, pero no la sonrisa. Entonces le preguntó que pensaba. Él le dijo que pensaba en lo más lindo que una madre-abuela podía hacer: ayudar a sus hijos y cuidar a sus nietos. Ellos estaban en primer lugar, después el marido y todos los demás, y en el caso de ellos, él no era nadie, simplemente un “amigo especial”. Por consiguiente, no verla mucho tiempo, iba a ser sumamente desagradable y triste, pero era lo más hermoso que ella podía hacer. Le pidió que se olvide de él y que le diera a su familia prioridad absoluta, y todo el amor del mundo. Él la esperaría, y en el peor de los casos, le daba las gracias por esos cuatro meses de amistad y amor.
Siguieron caminando, en silencio. Ninguno de los dos sabía si era un adiós, o un hasta pronto.
Arq. Eduardo Cavallaro
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