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Era una ciudad no muy grande, rodeada de pequeños pueblos rurales y campos con cultivos varios. Allí vivía Adriana con su familia.
Era una señorita muy elegante, delgada, de cabellos largos, una sonrisa siempre presente que resaltaba sus finos labios. Estaba enamorada de un joven que trabajaba en la única joyería del lugar. Él se llamaba José Luis. Le contaba que, todos los días alguien iba a vender alguna alhaja que él restauraba a nuevo para la venta, antes de exhibirla en la vidriera. Le encantaba su oficio, lo hacía con gusto y alegría.
Un día la acompaño hasta la puerta de su casa y conoció a la madre que acudió a abrirles para que entraran. José Luis lo hizo gustoso, se presentó y le habló de su relación con Adriana. La novia lo invitó a sentarse en los sillones. La madre estaba muy seria y no denotaba ningún placer en ese encuentro. Luego de hablar de temas del momento, Adriana le preguntó a la madre si le podía mostrar a José Luis las joyas que habían sido de la abuela, la madre les trajo una caja de cartón que dejó sobre la mesa y se retiró con un mal gesto y sin deseos de compartir, con ese joven, ningún comentario ni opinión sobre aquellos recuerdos.
La joven tomó la caja y lo invitó a sentarse en torno de la mesa para ver todo aquello con más comodidad. Adriana sacó cada una de las piezas y fue haciendo en cada caso, un comentario relativo a la misma. José Luis las examinaba con ojos de buen entendido en la materia y las dejaba cuidadosamente una al lado de otra hasta que estuvieron todas expuestas. Adriana las miraba con una sonrisa y con la palma de la mano las acariciaba como si estuviese acariciando a su abuelita. Después de un rato, las juntaron y pusieron dentro de la caja de cartón y volvieron a los sillones. Al rato la madre se hizo presente, tomó la caja y ofreció un té. El joven lo agradeció, pero dijo que no se molestara porque él ya se retiraba. Le dio un beso en la mejilla a Adriana, le tendió la mano a la madre, le dijo que las joyas eran muy lindas y se despidió.
Cuando se hubo retirado, la madre, que era muy desconfiada, controló si estaban todas las joyas y vio que faltaba una cadenita que había sido de ella cuando era niña. Lo primero que pensó, fue que José Luis se la había robado. Enfurecida se lo dijo a Adriana y ésta llorando, buscó desesperadamente debajo de la mesa, en las sillas, el piso, la alfombra… la cadenita no estaba. La madre le gritó en la cara que ese era un ladrón y que con él no se iba a casar.
Adriana se quedó muy triste. Al día siguiente se encontró en la plaza con José Luis, lo abrazó y se puso a llorar. Él trató de calmarla dándole besos en las mejillas llenas de lágrimas. Cuando se calmó le contó lo de la cadenita y le dijo que su mamá estaba segura que él la había robado y no estaba para nada de acuerdo con la relación que ellos mantenían. Le dijo que ese noviazgo no podría prosperar porque a su lado iba a pasar privaciones y tendría que trabajar como una esclava para mantener un hogar decente. Le dijo que el candidato que ella había pensado para su hija, era Roberto, el hijo del dueño de una gran panadería de la ciudad. Adriana lo veía cada vez que iba para comprar facturas o alguna torta. No le gustaba ni le simpatizaba en lo más mínimo.
La madre le había prohibido que se viera con José Luis, e invitaba con frecuencia a Roberto a tomar el té. Al poco tiempo, se reunieron con los padres de Roberto, y organizaron el casamiento de los hijos. Adriana no podía oponerse a la decisión de su madre que, ante cualquier argumento de su hija, le decía: con un ladrón no te vas a casar, esto ya está resuelto. Pasado el tiempo necesario para organizar la fiesta, la mudanza y la luna de miel, Adriana y Roberto se casaron. José Luis quedó sumido en un terrible estado depresivo.
Cuando los recién casados regresaron de la luna de miel, la madre los invitó a cenar a ellos y los padres de él. Cuando llegaron todos, la madre le pidió a Adriana que le ayudara a “abrir” la mesa. Era cuadrada, para cuatro personas, y ellos eran seis. La tabla de la mesa estaba dividida al medio. Ambas mitades estaban separadas algunos milímetros. Adriana y la madre tiraron cada una de una mitad. (Las tablas se deslizaban sobre dos guías y debajo había un suplemento que se ponía en el medio, con lo cual la mesa se alargaba y se hacía más grande). Pero no hicieron más que correr las mitades para quedar las dos paralizadas. Adriana dio un grito y llorando se desplomó sobre la mesa. La madre se repuso y disimuladamente tomó la cadenita y se la guardó en un bolsillo.
Eduardo Cavallaro