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Un naufragio, un destino, un amor de película…

Febrero 20, 2020 1183

El Cóndor (Una historia de Navidad)

Es casi media noche del 24 de diciembre de 1881.

La goleta dinamarquesa “Cóndor” está ya muy lejos de Copenhague, y prosigue su derrotero hasta San Francisco.  La travesía es muy larga;  para llegar a destino es preciso surcar el Atlántico de Norte a Sur y doblar el siempre peligroso Cabo de Hornos para cambiar el rumbo y enfilar hacia el Norte por el Océano Pacífico.   Ese año se había iniciado la construcción del Canal de Panamá, pero éste se terminó recién en 1913.

El capitán (John Havemann) y sus 10 tripulantes, sentados a la larga y rústica mesa, se aprestan a brindar;  para ello han descorchado una botella del champagne francés que constituye casi toda su carga.  ¡Skål!, dice el Capitán al levantar su copa. ¡Skål!, responden todos, y sus brindis, en voz alta o en silencio, están dirigidos a sus hijos, padres, hermanos y amigos de la lejana Dinamarca.

Peter, el joven carpintero de a bordo, piensa también en la que sería su patria de adopción: Estados Unidos de América.  Allí, en el estado de Oregón, está radicado su hermano mayor, dueño de un astillero del que muy pronto, imaginaba, se botarían barcos construidos con sus propias manos.

Algunos rostros denotan cierta preocupación:  el horizonte, en dirección al Sudeste, está cubierto de negros nubarrones, que seguramente impedirán ver las estrellas guías en las que se apoyan para mantener el rumbo.

La Navidad, extrañamente calurosa para esos hombres del norte europeo, se presentó con un fuerte aguacero y relámpagos que iluminaban con frecuencia el cielo.  El viento, hasta ese momento moderado, comenzó a soplar con más y más fuerza.  Resulta imprescindible arriar las velas, comenzando por uno o dos paños, hasta que se hace necesario bajarlas totalmente, pese a lo cual el velero, empujado por la fuerte sudestada, navega fuertemente escorado a estribor.  La jornada es extenuante.  Por momentos, el barco resulta ingobernable, y no se puede evitar un paulatino acercamiento hacia la costa.  El capitán, después de estudiar las cartas marinas y de trazar sobre ellas algunas coordenadas,  les informó a sus hombres que estaban frente al país más austral de Sudamérica, la Argentina, de una extensión territorial tan grande que Dinamarca cabría más de 80 veces dentro de sus fronteras.

El Cóndor ya está muy próximo al límite Norte de una vasta zona conocida como La Patagonia, sobre la que se tejían variadas historias, en las que los principales protagonistas eran los indios salvajes que todavía asolaban esa inhóspita región.

En el amanecer del día 26, la lluvia ha cesado, pero el fuerte viento les impide volver a izar las velas.  Las primeras luces del día permiten ver con claridad la costa; están frente a la desembocadura de un ancho río, el que conforme a los mapas disponibles no puede ser otro que el “Río Negro”.

De pronto, un fortísimo golpe provoca la repentina detención de la nave. En la proa se ha abierto un rumbo por el que entra agua a raudales.  Peter hace lo imposible para tratar de repararlo, pero la avería es demasiado grande: el velero está encallado y se hunde con inusitada rapidez.  Nada se puede hacer ya para salvarlo, pero todavía pueden salvar sus vidas.  Están a sólo 500 m de la costa;  los dos botes salvavidas comienzan a cubrir esa distancia, aunque no sin dificultades, pues las olas rompen con fuerza y bajo su superficie se esconden los peñascos que encallaron al Cóndor.  Los botes también se rompen en la travesía, y se hace necesario ganar la costa a nado.

Todavía sin poder creer en lo sucedido, náufragos en un país desconocido, se enfrentan ahora a un nuevo desafío:  la supervivencia en un territorio desértico.

Lo primero fue ver si estaban todos:  Peter, Hans, Erik, Søren, Niels, Rasmus, Kurt...¿Kurt?.   No, no está... , y no se ven señales de vida en las proximidades del destrozado barco.   Salen todos en su búsqueda; la playa, de muy suave declive, les permite internarse en el mar caminando hasta 200 m de la orilla y el agua sólo alcanza a cubrir sus pechos.

En un vasto sector de la costa, la arena de la playa se prolonga bajo la superficie del mar.  Pero hay otro sector, también muy extenso, en el que los peñascos que conforman su topografía se asoman sobre el nivel del mar en bajante.   Hay que caminar sobre ellos con cuidado, pues su superficie es resbaladiza.  De pronto, durante el reflujo de una ola, que deja al descubierto muchos peñascos, Erik divisa en uno de ellos el cuerpo exánime de su amigo Kurt.  Corren todos hacia el lugar y lo arrastran hacia tierra firme.  Tiene una sangrante herida en su cabeza, seguramente producida al caer del barco y golpearse contra una de esas rocas.  Ya nada pueden hacer:  Kurt, el joven grumete, ha muerto.

Lo cargan sobre sus hombros, y en improvisado cortejo lo llevan hasta unos médanos cubiertos con matorrales.  Allí, con las únicas herramientas disponibles, sus manos, cavan entre todos una tumba en ese suelo de arena y tierra.  El capitán  pronuncia una oración, y Kurt recibe cristiana sepultura, muy lejos de la tierra de sus ancestros, los vikingos, pero frente al mar que tanto amó.  Con ramas de algunos arbustos, sus amigos construyen una rústica cruz.

Ahora les toca pensar en ellos.  ¿Dónde están? ¿Qué hay más allá de esa playa desértica?  ¿Qué harán para sobrevivir?  ¿Qué hay de cierto sobre los indios de la Patagonia?.   En busca de alguna respuesta, trepan hasta lo más alto de esos médanos y desde allí otean el horizonte:  hacia el Este, el mar, el océano Atlántico en toda su extensión, al que ya no podrán volver.  Hacia el Norte y el Oeste, cientos, quizás miles de kilómetros de tierra, cubierta de una vegetación achaparrada y árboles aislados, en la que, hasta donde la vista alcanzaba, no fue posible ver señal alguna de vida.   El único sonido en esa inmensidad era el de las olas al romper sobre la playa, y el graznido de las gaviotas durante sus majestuosos planeos.

Hacia el Sur, a 1 kilómetro y medio de su “atalaya”, comenzaban a perfilarse unas barrancas, de aproximadamente 30 m de altura, que de allí en más parecían dar su fisonomía a toda la costa.

Deben dar el primer paso para la supervivencia, y ese primer paso tendrá que ser la búsqueda de agua.  Desde el barco, instantes antes del naufragio, habían visto lo que sin duda era la desembocadura de un río.  Decidieron entonces bajar otra vez a la playa, y por la orilla del mar caminar hacia el Norte, en busca de ese río.  Es un día espléndido; bajo un cielo casi sin nubes, sopla una suave brisa con una temperatura de poco más de 20 ºC.   Al cabo de casi 3 Km de caminata, a unos 200 m de la orilla, se levantan grandes médanos, de arena limpia, sin vegetación.  Detrás de ellos, como en el desierto, podría estar el oasis buscado.

Trepan hasta la cima del más alto, y desde allí se presenta ante ellos un espectáculo de increíble belleza:  una laguna, cubierta casi en su totalidad por bellísimos pájaros color rosado, de gran tamaño, parecidos a las cigüeñas europeas . Al verlos, emprendieron raudo vuelo en dirección al... ¿río?.  Sí, efectivamente, allí, a un tiro de escopeta de donde se encuentran, el ancho y caudaloso Río Negro vuelca sus aguas en el mar.  Pero... había algo más.  Allá abajo, en proximidades de una arboleda, se ven algunos animales: caballos y ovejas.  Y eso constituía un evidente indicio de la presencia de seres humanos... ¿indios tal vez?.   Instintivamente, hicieron cuerpo a tierra, y se dispusieron a observar otras señales.   Niels exclamó. “¡humo!”.   Se elevaba, en efecto, una columna detrás de los árboles, que provenía de... ¡una casa!.

Siguieron un rato en su puesto de observación, a la espera de ver seres de piel oscura, y pensando en la actitud que podrían adoptar ante ellos, esos extraños surgidos del mar. Observan que se abre la puerta de la casa y se asoma un hombre, quien, para sorpresa de todos, parece nórdico. Lleva un paño en su antebrazo izquierdo y se acerca a un mástil situado al frente de la casa. Allí, con ceremoniosa lentitud, fija dos extremos del paño a un cable que pende del mástil y comienza a izar una bandera. Los hombres del Cóndor miran esa bandera que sube muy lentamente. Nadie habla; casi todos frotan sus ojos: algunos, porque sienten que las lágrimas brotan inconteniblemente, otros, porque creen estar padeciendo alucinaciones. No pueden creer lo que están viendo: esa bandera, ya en lo alto del mástil... ¡ es la bandera dinamarquesa!

Agitan sus brazos, y, cuando recuperan el habla, gritan, y se acercan corriendo.

El dueño de casa sale a recibirlos, y con una amplia sonrisa les dice: “¡Velkommen!, hvordan går det!”   (¡en perfecto danés!).

Fue una explosión de alegría;  todos se abrazan, en medio de risas y lágrimas de emoción.  Y no es para menos: es realmente un hecho extraordinario, increíble, que unos náufragos daneses, en la lejana e ignota Patagonia, en 1881, encuentren por fin a un ser humano, y que este ser humano resulte ser... compatriota.

Pasan todos a la sala principal de la casa, que era a la vez comedor, cocina y sala de estar.  Ya distendidos y sin barreras de idioma, relatan la odisea del Cóndor.  Durante la charla, sacian su sed con varias jarras de agua fresca, agua de lluvia del aljibe, que se ocupa de servirles una hermosa joven de 15 años.  En un alto de la conversación, le toca el turno de contar su historia al dueño de casa:   “Mi nombre es Pedro Martensen.  Estoy aquí desde hace 3 años, regenteando esta estancia y este campo dedicado al pastoreo de ovejas, que esquilamos dos veces por año.  Para las esquilas contratamos peones, pero el resto del año todo el trabajo lo hacemos con mi mujer y mis cuatro hijos.   Hoy salí muy temprano a recorrer el campo a caballo, y cual no sería mi sorpresa cuando desde lo alto de una barranca divisé un barco hundido cerca de la costa, sin tripulantes a la vista,  con la bandera dinamarquesa flameando al tope de su palo mayor...-”

Mientras esto relataba Martensen, la vista de todos se posó en la joven que los atendía, María, quien no interrumpió ni un minuto su diligente quehacer, que en esta ocasión implicaría hacer un poco de magia: convertir un almuerzo para 6 en una comida para 17 personas.

“Las poblaciones más cercanas - continuó Martensen - se encuentran a 30 Km de aquí: Viedma, en la margen sur del río, y Patagones en la ribera norte, con algo más de 1000 habitantes cada una.  Tenemos un camino de huella que llega hasta Viedma casi bordeando el río, a unas 5 horas de carro, si no ha llovido.

Viajaremos hasta allá en dos carros, y pediré audiencia con las autoridades, para que se comuniquen con la Embajada de Dinamarca en Buenos Aires y vean cómo y cuando podrán ustedes regresar a Copenhague.  Hoy descansen;  María les va a preparar unas bolsas con lana de oveja que servirán de colchones.  Mañana y quizás durante un par de días más, aprovechando la bajamar, nos dedicaremos a rescatar todo lo que sea recuperable en el barco.”

Peter escuchaba con atención, pero sus ojos seguían a todas partes las idas y venidas de María.  Estaba asombrado al ver a esa niña cumpliendo con un sinnúmero de tareas con tanta iniciativa, eficiencia y rapidez, pero había sin duda algo más... -    Esa tarde, todos cayeron rendidos por la agotadora jornada vivida; todos, menos el joven carpintero, cuyo corazón de 22 años ya se sentía fuertemente atraído por María, y, pese a que no había podido intercambiar siquiera dos palabras con ella, comenzó a pensar en que el destino había hecho naufragar al Cóndor, para que él pudiera encontrar en estas lejanas tierras al amor de su vida.

Los dos días siguientes trabajaron todos de sol a sol en el desguace del barco, del cual se recuperaron muchos materiales:  maderas, cabos, obenques, drizas, todas las piezas de bronce, velas, y hasta botellas de champagne que no se rompieron.  En la proa todavía lucía intacto su mascarón: un majestuoso cóndor con sus alas extendidas.  El capitán se lo obsequió a Martensen y éste lo instaló sobre el hogar de la estancia, donde aún se encuentra, 133 años después.

El viaje a Viedma fue la ocasión para que Peter pudiera conversar con María, y se animara a decirle que le gustaría quedarse a vivir en este país y tener hijos argentinos, “si encontrara alguna compatriota...” ;  ella se limitó a sonreír.

Durante los días siguientes, dedicados a los trámites de repatriación de los marinos, Peter formalizó su propuesta, pero María lo disuadió diciendo: “ El hombre que algún día sea mi esposo y padre de mis hijos, tendrá que tener una casa y un trabajo que le permita alimentarlos, vestirlos y educarlos.” 

De modo que el joven constructor de barcos hubo de trocar su oficio por el de constructor de casas.  Enamorado de esa playa desértica en la que estaba seguro de haber encontrado a su amor, construyó allí, frente al mar, su primera casa.                                         

Los 3 años posteriores al naufragio los dedicó a perfeccionar su nuevo oficio y construyó en Viedma la que habría de ser la casa de su familia.

Los habitantes de Viedma (y de Patagones) se animaron también a hacer construir casas de veraneo próximas a las playas de “La Boca”, nombre con el que se  conoció el lugar durante mucho tiempo, por tratarse de “la boca” del río.  Con el mejoramiento del camino y el advenimiento del automóvil, el balneario fue creciendo, y en el año 1947 un decreto del gobernador de Río Negro le asignó oficialmente el nombre de Balneario “El Cóndor”.

Pasaron 3 años y medio hasta que María (ya con 18 maduros años) decidió que estaban dadas las condiciones para dar el “Sí”. El día en que Peter (a quien para ese entonces los viedmenses ya habían rebautizado “Pedro”) cumple 26 años, el 23 de agosto de 1885, el pastor inglés J. Humble celebra la ceremonia de casamiento.

El naufragio del Cóndor dio pie a la iniciación de gestiones para que se construyera un faro que guíe a los navegantes frente a estas peligrosas costas. Esta iniciativa tuvo éxito y se levantó el faro Río Negro (bajo la presidencia de Julio Argentino Roca) sobre la barranca contigua a la playa donde encallara el barco dinamarqués.  La inauguración tuvo lugar en 1887.

En Viedma, entre 1886 y 1908  ,  nacen los 12 hijos de Peter H. Kruuse y María Martensen:  Juan, Arnoldo, Dagmar, Elisa, Jorge, Arturo, Emilio, Elena e Hilda (más tres que fallecieron a poco de nacer a causa de enfermedades desconocidas en ese entonces). 

“Don Pedro”, siempre afable, sonriente y con su pipa (le gustaba contar que aprendió a saborearla a los 5 años), era un personaje muy querido de la capital rionegrina, tanto como “Doña María”, trabajadora incansable, no sólo en los quehaceres de su casa y la educación de sus 9 hijos, sino por haber dedicado también su vida a ayudar a las familias pobres de la ciudad y sus alrededores: cosiendo y tejiendo ropa, enseñando a coser y tejer a las jóvenes, buscando trabajo para los hombres, pidiendo donaciones a los comerciantes y a quienes más tenían para hacerlas llegar a los más carecientes, escribiendo libros para los ciegos, dictando clases (ad-honorem) en la Escuela Normal, etc., etc.-

Celebraron los 60 años de casados, ambos en perfecto estado de salud, cosa que Don Pedro puso en evidencia bailando valses vieneses con todas sus nietas.    En 1946, una rápida enfermedad se llevó a María.  Pedro no lo pudo soportar; también enfermó y un año después se fue tras ella:  tenía 87 años.-

Hoy los recuerdan con emoción sus nietos, bisnietos y tataranietos.

El mascarón de proa del barco, el faro construido pocos años después de la odisea del “Cóndor”, y el balneario que lleva su nombre, son los testimonios permanentes de esta emotiva historia de amor que nace con un naufragio.

El 26 de diciembre de 1981 se recordaron  los 100 años de este naufragio con una reunión en El Cóndor y en Viedma, reunión que se prolongó 3 días y a la que asistieron todos los descendientes de estos seres inolvidables.

 

Nota.  Siendo niños, los nietos del protagonista de esta historia concurríamos todas las semanas a jugar a su casa-quinta de Viedma entre los años 1935 y 1945.  Allí escuchábamos de los labios de nuestro abuelo los relatos de sus viajes por el mundo. Él había heredado de su padre y de todos sus antepasados en línea directa hasta el siglo XVII, la irresistible atracción por el mar: todos habían sido marinos. Nos fascinaba imaginarlo navegando por procelosos mares, con todo el coraje que implicaba enfrentar las tormentas y los peligros a bordo de endebles embarcaciones a vela.   Sólo muchos años después, siendo adultos, comenzamos a darnos cuenta de que no eran sus aventuras de valiente marino lo que importaba para juzgar al ser humano, sino la decisión que hubo de adoptar en 1881 ante las siguientes opciones: 1) Volver con sus compañeros a su patria, su familia, sus amigos, y, desde allí, surcar otra vez los mares del mundo.  2) Continuar su viaje a Estados Unidos, y establecerse en Oregón como socio de su hermano, en lo que ya era entonces un importante astillero.

Pero desechó ambas oportunidades, y decidió quedarse para siempre en estas tierras, sólo por... amor...

En esta Navidad, a 133 años del naufragio del Cóndor, evocamos la muy querida imagen de su carpintero de a bordo, sintiendo que los recuerdos llegan a nosotros envueltos en el humo y el cálido aroma del tabaco de su pipa.-

Buenos Aires, 25 de diciembre de 2014

Jorge H. Kruuse